¿Es
privatizadora la reforma? Sí
Manuel Pérez Rocha
El incentivo de un buen maestro lo constituye el
avance de sus estudiantes, esa es su mayor satisfacción y lo que da
sentido a sus afanes. Un buen maestro es aquel que tiene la pasión,
el compromiso de lograr que sus estudiantes progresen porque los
valora como personas, porque los respeta y los aprecia. Si un maestro
tiene esta actitud vital, y el Estado garantiza las condiciones
laborales y materiales adecuadas, lo demás vendrá por añadidura.
Los reconocimientos, las promociones, los estímulos económicos
–conceptos que dirigen a la mal llamada reforma educativa–, son
sobornos que se practican en los medios empresariales (y en otros
ámbitos) para lograr que los trabajadores realicen tareas que en sí
mismas no les interesan, les desagradan, los enajenan. Para los
patrones, los trabajadores son sus subordinados, sus empleados (según
la etimología de esta palabra, sus doblegados); sin los sobornos no
es previsible que hagan las cosas como quiere el patrón o el jefe.
Esta no es la relación que ha de establecerse entre el Estado y el
magisterio.
Hay quienes opinan que las motivaciones externas a
los maestros, los estímulos, no hacen mal pues, argumentan,
refuerzan sus motivaciones intrínsecas, o remedian su ausencia.
Falso: esos sobornos causan destrozos en las actitudes de los
individuos y en las relaciones de los cuerpos académicos. Sobre esto
no es necesario especular, esos perjuicios son ya resultado grave de
la aplicación prolongada de los mecanismos de soborno en todos los
niveles de nuestro sistema educativo: la carrera magisterial en la
educación básica, los diversos programas de estímulos en la
educación media y superior, el SNI en la investigación.
La educación pública democrática nada tiene que
ver con los antivalores en que se sustentan las actividades
empresariales. La educación pública democrática no es siquiera un
servicio más del Estado benefactor. La educación pública
democrática es un derecho humano básico, esencial para el
desarrollo de las personas y de la sociedad. En la educación
pública, el Estado democrático realiza, como en ninguna otra
responsabilidad, una función social e histórica esencial. La
Constitución establece que la educación que imparta el Estado debe
desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano; no es
una educación que se limita a capacitar para el empleo, o a enseñar
a leer y manejar las matemáticas (como ordena la OCDE). Es una
educación integral que comprende el desarrollo de conocimientos,
habilidades, actitudes y valores, no solamente el entrenamiento en
competencias.
Los valores definidos por el artículo tercero de la
Constitución, tal como lo redactó el Constituyente surgido de la
Revolución, están en el polo opuesto del individualismo y la
competencia que reina en el mundo empresarial. De manera reiterada,
la Constitución establece como sujeto un nosotros. Dice de la
educación: atenderá a la comprensión de nuestros problemas, al
aprovechamiento de nuestros recursos, a la defensa de nuestra
independencia política, al aseguramiento de nuestra independencia
económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura.
La educación que imparta el Estado debe contribuir a la mejor
convivencia humana, a fin de fortalecer el aprecio y respeto por la
diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de la
familia, la convicción del interés general de la sociedad, los
ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los
privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de
individuos.
La reforma impuesta con precipitación irresponsable
por los intereses políticos del nuevo gobierno institucionaliza
antivalores que contradicen esta filosofía. Consagra al maestro como
“ homo economicus” y a la escuela como una estructura
jerárquica en la cual el director es considerado como un líder
(sic) que ha alcanzado este puesto de privilegio, esta promoción,
por medio de la rivalidad con sus colegas (concursos). Los maestros
quedan como empleados cuyos ingresos y permanencia están sujetos a
los resultados de evaluaciones. Ha quedado desechada como una utopía,
o una ingenuidad, una organización escolar horizontal, democrática,
que permita la construcción de comunidades de aprendizaje.
Por supuesto, tienen que extirparse del sistema
escolar los escandalosos vicios que en materia de contratación y
designación de funcionarios introdujeron, en complicidad, la
dirección del SNTE y los gobiernos del PRI, y consolidaron los del
PAN, y que han sido combatidos por la CNTE. Pero este grave problema
no se va a resolver con la adopción de los antivalores y modos de
operación de las empresas privadas, en las cuales la moda es confiar
en los liderazgos y la compra de las voluntades de los empleados. La
reforma educativa necesaria exige cambios de fondo, de concepción,
propios de la trascendental función pública de la educación. Las
funciones de dirección y supervisión deberían ser asumidas
colegiadamente y definidas como un servicio, no como una promoción o
estímulo que generan codicia; esos concursos que se presentan como
una panacea se traducirán en la destrucción del tejido social de la
institución y en el desarrollo de todo tipo de corrupciones.
La reforma se desentiende de la responsabilidad del
Estado en cuanto al sostenimiento de la educación pública. Niega a
las escuelas la necesaria autonomía que deberían tener para
resolver los problemas propiamente educativos, en cambio determina
esta autonomía (¿abandono?) en el ámbito económico. Sin hacer la
menor consideración acerca de la obligación del Estado de atender
las necesidades materiales de las escuelas, se asigna a éstas, como
si se tratara de entes privados, la responsabilidad de gestionar ante
los órdenes de gobierno que corresponda con el objetivo de mejorar
su infraestructura, comprar materiales educativos, resolver problemas
de operación básicos y propiciar condiciones de participación para
que alumnos, maestros y padres de familia, bajo el liderazgo del
director, se involucren en la resolución de los retos que cada
escuela enfrenta. Esta autonomía económica es una puerta más para
que intereses privados mercantiles hagan negocios en las escuelas.
No faltan, pues, razones para que los maestros vean
en estas reformas una política de privatización. Por supuesto, el
gobierno no va a ofrecer en venta las escuelas. No, la privatización
consiste en la imposición de los antivalores y las formas de operar
de las empresas privadas en el sistema escolar público.
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