Hugo Aboites*
En
la batalla de Jena-Auerstedt, en 1806, el ejército de Napoleón Bonaparte
infligió a las fuerzas prusianas una humillante derrota. Lo peor vendría
después: el pueblo alemán dio a las tropas invasoras una entusiasta y calurosa
bienvenida. Políticos e intelectuales se escandalizaron y uno de ellos, Johann
Gottlieb Fichte, decidió abrir una serie de conferencias ( Discursos
al pueblo alemán) donde planteaba la necesidad de recuperar a la
nación, ir en contra de la actitud de las mayorías, que sólo buscaban, decía,
el bienestar propio, y acostumbrarlas a la disciplina que obliga a cumplir el
deber y a hacer lo correcto por encima de cualquier otra consideración. Y para
lograr ese objetivo, su propuesta era crear un sistema educativo nacional
obligatorio “que sería aplicado a cada alemán, sin excepción.
De tal manera, añadía, que
no sea la educación de una sola clase, sino la educación de una nación, que tenga el propósito de formar “una generación impulsada por el sentido de lo correcto y lo bueno, y no por ninguna otra cosa… una generación equipada con el poder, tanto físico como espiritual, para imponer su voluntad en cada momento…”
En otras palabras, aunque no lo dijera claramente, rodeado como
estaba de los espías de Bonaparte, hablaba de lo que consideraba el fondo del
problema: la ausencia de un ejército de hábiles, valientes y patrióticos
soldados y ciudadanos. Esta declaración, que ahora podemos ver como
premonitoria de posteriores teorías supremacistas, es reconocida como la señal
de arranque para la creación de sistemas educativos nacionales –incluso
gratuitos– que más tarde en Europa y, posteriormente, también en países del
continente americano se presentaron como esperanza de unidad, bienestar e
identidad. Ya no más las escuelas clericales o particulares y de algunas
localidades, sino una educación generalizada, organizada al detalle desde el
gobierno y que se presentaba como al servicio del pueblo.
Es cierto que aquí y allá recogía demandas y necesidades
populares, pero su propósito central era disciplinar y organizar a las mayorías
en torno al Estado, más allá de los intereses de esas clases y de la nación
misma. En algunos países estos sistemas adoptaron modalidades y grados de
flexibilidad que les permitieron cierta libertad para adecuarse a sus propias
condiciones, pero en otros se volvieron sumamente rígidos y, en el caso
mexicano, la vocación primaria de servicio al Estado condujo a un exceso de
centralismo, borró a los pueblos originarios y las regiones, burocratizó
autoritariamente a la educación y la aherrojó a un corporativismo estructural.
Con eso, y con la profunda desigualdad social, se generó un desastre en la
educación que la medicina neoliberal, ensayada desde hace 20 años, no ha podido
resolver.
Al contrario, con la reforma de 2013 ha vuelto aún más rígido el
sistema, más agresivo contra los profesores y estudiantes, y ya anula los
escasos avances en la descentralización de 1992. Por eso, casi doscientos años
después, la idea de Fichte de un sistema nacional capaz de convertir a cada
hijo en un soldado enfrenta una de sus crisis más importantes.
Algunos pensamos que la solución estriba en, por ejemplo, retomar
la experiencia de otros lugares donde ha sido posible desarrollar un sistema
liviano, alejado de la densidad burocrática central, con espacios de verdadera autonomía, y con una estrecha relación comunidad-escuela. Como en Finlandia. Sin embargo, acá en América Latina desde hace casi 100 años hemos experimentado sistemas abiertos, ligeros, pequeñas o medianas comunidades escolares que eligen a sus propios directivos, definen sus planes de estudio en el contexto del marco local y nacional, crean su organización interna y determinan ellas mismas cómo utilizar su patrimonio.
No son
escuelas alternativasque exploran los límites que fija el gobierno, son verdaderos sistemas autónomos, que en México generalmente tienen varias decenas de miles de estudiantes (aunque se da el caso de más de 300 mil) y que, además –como prueba de su eficacia–, no se dedican a formar en las primeras letras, sino en tareas de muy alta responsabilidad, como conformar núcleos de avanzada investigación y formar profesionistas, científicos, profesores, literatos, políticos. Son microsistemas autónomos (que podrían poblar la República a todos los niveles) perfecta y constitucionalmente legales. Ahora su presencia se ha vuelto más notoria porque a raíz de la reforma de 2013, comunidades escolares hasta hoy dependencias del gobierno comienzan a mirar a esa experiencia de autonomía como una posible ruta hacia una educación distinta. De ahí la importancia del reciente sexto Congreso Nacional para una Educación Alternativa, que organizó la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en Xalapa, Veracruz, porque se dio cabida a discusiones de este tipo. Y, por supuesto, la experiencia de autonomía a la que nos referimos es la de las comunidades universitarias federales y estatales. Son ellas las que en México, y por medio de luchas, han logrado instaurar una relación definitivamente distinta con el Estado: éste no abandona su responsabilidad de ofrecer apoyo financiero, pero la escuela ya no es más una dependencia gubernamental. Y si conquista su libertad y se le apoya es capaz de demostrar su pertinencia, también en otros niveles educativos.
*Rector de la UACM
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