Abraham Nuncio
Si, como señalan diversos organismos
internacionales (Unesco, OCDE, TI, PNUD, HRW, etcétera),
México se clasifica entre los países más atrasados en materia
de lectura, matemáticas y ciencias, y a la vez ocupa los primeros
lugares en términos de corrupción, desigualdad, violencia y
criminalidad, a nadie debiera asombrar el altísimo porcentaje de
deserción escolar que registra nuestro desdichado país.
Aparentemente alarmados, los integrantes del pleno
de la Comisión Permanente de la Cámara de Diputados por
ese porcentaje, en enero pasado recomendaron a la Secretaría de
Educación Pública y a las instancias de los estados responsables de
la educación adoptar políticas públicas para evitar el fenómeno.
En el texto del punto de acuerdo correspondiente se señala la
existencia de una preocupante situación en el sistema educativo
nacional ante el abandono diario de las aulas de cerca de 5 mil
alumnos.
La propia SEP advirtió que introduciría un nuevo
modelo educativo a partir del programa de escuela de excelencia. Esta
medida obedece a las cifras de la OCDE que muestran a México situado
a la cola de sus países miembros y a los números más pesimistas de
la organización Mexicanos Primero: de cada 100 alumnos inscritos en
el primer año de primaria, sólo 64 la concluyen; 46 terminan la
secundaria; 24 finalizarán el bachillerato en tiempo y forma; 10
ingresarán a la licenciatura, y sólo dos realizarán un posgrado.
De antemano se sabe que es el régimen
socioeconómico el que determina la deserción escolar. Algunas de
sus causas las consigna el documento de los diputados: desde la falta
de recursos económicos hasta las malas condiciones de las escuelas.
Causas y efectos: esos cinco mil niños y adolescentes excluidos de
las aulas (un millón 47 mil 718 alumnos entre agosto de 2012 y julio
de 2013) son captados, según la SEP, por la vagancia, el trabajo
derivado de la necesidad o el crimen. Y como también se sabe que ese
régimen no va a cambiar, mejor será que a los niños y adolescentes
se les prepare como si ya se fuesen a graduar de la profesional para
enfrentar, en su vida diaria, todos esos problemas e intentar
resolverlos.
¿Cómo enseñar a los niños y adolescentes a
guiarse –lo cual no puede ser sino mediante el criterio–, a
imaginar soluciones, a reproducir su entorno y a reproducirse ellos
mismos creativamente? Yo no veo otro camino que el de la lectura por
la vía del placer, del juego y del ejercicio crítico. Lectura de
libros, periódicos y pantallas. Desde muy temprano es preciso
enseñar a los niños (de paso a sus padres y maestros) a interpretar
críticamente no sólo lo que leen, sino lo que ven –señaladamente
en la televisión, que es la fuente que emite con mayor frecuencia
los engaños más gruesos y las imágenes impregnadas de anticultura
y violencia descarnada e introyectable.
En la lectura está el autoaprendizaje que no les da
ahora las maestrías ni los doctorados a ese ínfimo 2 por ciento de
la matrícula total. Porque lo que aprende es, en lo fundamental, el
fortalecimiento del régimen injusto que padecemos y uno de cuyos
cocientes es la deserción escolar. En sus más de 20 años de
estudio en las aulas quedan vacunados contra cualquier expresión de
conciencia social, de solidaridad y combate a la opresión. Son vidas
segregadas a la práctica de la libertad, de la democracia y de la
lucha contra lo que Julio Cortázar llamaba la muerte climatizada.
Cuando egresan con sus flamantes posgrados ya se hallan a medio
camino de ser –recuerdo para la paráfrasis el poema de José
Emilio Pacheco– todo aquello contra lo que luchaban pocos años
atrás… si es que luchaban.
La televisión, el espectáculo, el ascensionismo a
toda costa hacia las cumbres del éxito propietario y el poder, pero
también la escuela, como lo veía Iván Illich y lo siguen señalando
intelectuales lúcidos como Noam Chomsky, educan a la mayoría para
que abrace y reverencie el orden de los poderosos y los más ricos.
El orden responsable de que la gran mayoría de los niños y
adolescentes se vayan a la calle a trabajar o a delinquir: ese que
los diputados ven fracasar en sus narices y para el que sólo tienen
diagnósticos incompletos y flácidos y ninguna estrategia integral y
musculosa.
Esa estrategia se reduce en realidad a una receta:
colocar a México en el último lugar de desigualdad económica y
social, corrupción, violencia, criminalidad, deserción escolar,
analfabetismo funcional (yo añadiría, catequesis, control,
autoritarismo y bobería erudita), hambre, salud. Y por el contrario,
ponerlo en el primer lugar de distribución equitativa de la riqueza,
calidad de vida, criterio y mirada crítica, capacidad creativa y
alto nivel de conciencia para combatir la injusticia, la
antidemocracia, la falta de honestidad y transparencia en la gestión
pública, la marginación, los prejuicios culturales y el disimulo
como sustituto de la práctica probada. En otras palabras: la
revolución educativa requiere en México de una revolución a secas.
La de hace un siglo se pudrió.
El azar apoya mi juicio. Veo el número 123 de la
revista Dos Filos, editada en Zacatecas y coordinada por
José de Jesús Sampedro. En el artículo El proceso revolucionario,
su autor, Julius Lester, afirma: El proceso revolucionario demora
décadas en realizarse. La generación que por fin toma el poder da
la impresión de haber iniciado una revolución en un corto lapso.
Pero no es así. La generación que logra tomar el poder simplemente
termina un proceso iniciado varias décadas atrás.
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