La educación es tarea nacional y de Estado
Rolando Cordera Campos
Más allá de las reiteraciones
dogmáticas del secretario de Hacienda, así como de su desconocimiento
interesado de la historia económica de México, el presupuesto reclamará más
pronto que tarde su papel de arena central donde la sociedad define sus
objetivos y prioridades. Nada o poco tiene esto que ver con la vulgata
hacendaria sobre unos equilibrios macroeconómicos ficticios, pero no por eso
menos dañinos para el quehacer nacional y sus cimientos productivos, físicos y
humanos.
Las prioridades nacionales siguen presentes y a
los ojos de muchos, aunque la práctica financiera de arranque del nuevo
gobierno haya optado por soslayarlas. La información divulgada por el Inegi en
días pasados sobre el peso enorme de la informalidad laboral, confirma la
importancia crucial y decisiva que el crecimiento tiene sobre las variables
fundamentales de la vida moderna mexicana. Estas variables no parecen estar en
la mirada de los rectores de la economía y los diputados y senadores parecen
preferir hacer mutis y todos a una aprueban las leyes económicas fundamentales,
sin al menos tomar nota de que el mundo puede derivar pronto a un nuevo
escenario recesivo. De ocurrir ello, habrá que volver sobre la cuestión
fundamental del papel del Estado, así como su traducción en pesos, centavos y
políticas de emergencia que eviten descalabros escandalosos e injustificados,
como el de 2009. Veremos.
Los acuerdos y los gestos de los dirigentes
políticos nacionales han llevado a muchos observadores a anunciar el arribo de
una nueva era para México. Quizá no sea para tanto pero, a la vez, es indudable
que el país reclama nuevas formas de hacer y entender la política y la mera
insinuación de que ello es posible ha despertado expectativas sofocadas por
años de estancamiento económico y malestar social, despeñados en una violencia
criminal y estatal simplemente inaudita.
Romper el círculo de hierro de la inseguridad en
todos los planos de la vida colectiva y personal se convirtió en tarea
prioritaria y nacional; sin embargo, hay que reiterar que nada de esto podrá
siquiera iniciarse si no se asume el cuadro de desigualdad y empobrecimiento
masivo que ha acompañado el despeñadero económico y el agravamiento de la vida
comunitaria.
Nada como la educación para ilustrar tal
circunstancia. Un país como el nuestro, reclama acciones inmediatas para
recuperar el proceso educativo como un proyecto de todos y para todos; sin
embargo, para convertir a la educación en un bien público digno de tal nombre
se requiere de algo más, de mucho más, que de la reafirmación de la rectoría
del Estado en materia educativa.
Los hombres y las mujeres a cargo de una tarea
como la enunciada, ahora convertida en nuevo mandato constitucional, tienen que
dar fe y muestras claras de que entienden la urgencia de dar al conjunto
educativo nacional un nuevo carácter y una nueva dirección. Que están
dispuestos a hacerse cargo de una misión que no pasa por los raseros usuales de
la evaluación política o burocrática, porque se trata de una labor histórica y
de Estado. Sólo así podrá México proponerse objetivos y metas trascendentes y
creíbles para inscribirse en el nuevo y duro, agresivo y hostil, escenario
global que se asoma a través de la crisis actual.
Sin educación no hay desarrollo; y sin una
cultura nacional y popular extendida y ambiciosamente pública no puede haber
una pluralidad política constructiva que nos acerque a una democracia creativa
por justiciera e igualitaria.
La educación es cultura o no es nada. La reforma
educativa, así, tiene que entenderse como misión cultural y civilizatoria, como
la entendió Vasconcelos, pero también Lázaro Cárdenas. Es tarea cotidiana, pero
a la vez visión de reconstrucción nacional y estatal, de recreación de lazos
comunitarios perdidos en años de abandono de la responsabilidad del Estado con
sus compromisos primigenios de equidad, justicia social y tutela de los más
débiles.
No es necesario exagerar el punto: con la
educación, el país se juega su futuro en la globalidad transformada por la
crisis, pero también su presente como sociedad democrática que busca
desenvolverse como comunidad moderna, progresista e innovadora.
A través de la polvareda ominosa que nos han
dejado lustros de mediocridad económica y el retorno de los ritos y las
ceremonias de la vieja sociedad cortesana y plutocrática, el país puede
vislumbrar un porvenir distinto si ve en la reforma de la educación un proyecto
que va más allá de la disputa burocrática o el abuso de poder corporativo. Si
la ve y la concreta como gesta eminentemente cultural y, por ello,
profundamente transformadora de valores y relaciones sociales y políticas, para
hacer de la democracia no sólo un método para dirimir conflictos y dar
legitimidad al mando y al poder, sino una forma de vida portadora de promesas
realizables de desarrollo con igualdad y creatividad. Veremos, con el año, si
eso es, todavía, parte de las utopías realizables por los mexicanos.
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